Un pueblo que de sus frutos (Homilia de J.A. Pagola

miércoles, 1 de octubre de 2008

Un pueblo que produzca sus frutos

 

Cuando el año setenta las tropas romanas destruyeron Jerusalén y el pueblo judío desapareció como nación, los cristianos hicieron una lectura terrible de este trágico hecho. Israel, aquel pueblo tan querido por Dios, no ha sabido responder a sus llamadas. Sus dirigentes religiosos han ido matando a los profetas enviados por él; han crucificado, por último, a su propio Hijo. Ahora, Dios los abandona y permite su destrucción: Israel será sustituido por la Iglesia cristiana.

Así leían los primeros cristianos la parábola de los «viñadores homicidas», dirigida por Jesús a los sumos sacerdotes de Israel. Los labradores encargados de cuidar la «viña del Señor» van matando uno tras otro a los criados que él les envía para recoger los frutos. Por último, matan también al hijo del propietario con la intención de suprimir al heredero y quedarse con la viña. El señor no puede hacer otra cosa que darles muerte y entregar su viña a otros labradores más fieles.

Esta parábola no fue recogida por los evangelistas para alimentar el orgullo de la Iglesia, nuevo Israel, frente al pueblo judío derrotado por Roma y dispersado por todo el mundo. La preocupación era otra: ¿Le puede suceder a la Iglesia cristiana lo mismo que le sucedió al antiguo Israel? ¿Puede defraudar las expectativas de Dios? Y si la Iglesia no produce el fruto que él espera, ¿qué caminos seguirá Dios para llevar a cabo sus planes de salvación?

El peligro siempre es el mismo. Israel se sentía seguro: tenían las Escrituras Sagradas; poseían el Templo; se celebraba escrupulosamente el culto; se predicaba la Ley; se defendían las instituciones. No parecía necesitarse nada nuevo. Bastaba conservarlo todo en orden. Es lo más peligroso que le puede suceder a una religión: que se ahogue la voz de los profetas y que los sacerdotes, sintiéndose los dueños de la «viña del señor», quieran administrarla como propiedad suya.

Es también nuestro peligro. Pensar que la fidelidad de la Iglesia está garantizada por pertenecer a la Nueva Alianza. Sentirnos seguros por tener a Cristo en propiedad. Sin embargo, Dios no es propiedad de nadie. Su viña le pertenece sólo a él. Y si la Iglesia no produce los frutos que él espera, Dios seguirá abriendo nuevos caminos de salvación.
 

 

RECONSTRUIR LA VIDA

 

No son pocos los que piensan que algo ha sucedido en la vida interior y espiritual del hombre occidental. Algo que impide a muchas personas construir gozosa y dignamente su vida.

Hay quienes sencillamente no aciertan a construirse a sí mismos. Quedan mutilados. Sin desarrollar las energías y posibilidades que en ellos se encierran.

Otros construyen solamente su mundo exterior. Pero por dentro están inmensamente vacíos. Son personas que apenas dan ni reciben nada. Simplemente se mueven y giran por la vida.

Otros construyen su identidad de manera falsa. Desarrollan un «yo» fuerte y poderoso, pero inauténtico. Ellos mismos saben secretamente que su vida es apariencia y ficción.

Hay también quienes construyen su persona de manera parcial e incompleta. Atentos sólo a un aspecto de su vida, descuidan dimensiones importantes de la existencia. Pueden ser buenos profesionales, personas cultas y dinámicas que, sin embargo, fracasan como seres humanos ante sí mismos y ante las personas que quieren.

Sin duda, son muy complejos los factores de todo orden que generan este clima inhóspito y difícil para el crecimiento del ser humano. Hemos destruido ligeramente creencias donde se enraizaban el ser de muchas personas. La familia ha dejado de ser «hogar» para no pocos. El contacto personal y la relación cálida y amistosa se ha hecho difícil. La vida interior de muchos está sofocada y reprimida. No es fácil así creer y construirse. 

Muchas personas se sienten desguarnecidas y sin defensa ante los ataques que sufren desde fuera y desde dentro de su ser. Necesitarían esa «fuente de luz y de vida» que, a juicio del célebre psiquiatra Ronald Laing, ha perdido el hombre contemporáneo.

No parece, por ello, ninguna necedad escuchar el mensaje de Jesucristo que se ofrece como «piedra angular» para todo hombre que quiera construirse de manera digna. Era costumbre entre los maestros de obra judíos seleccionar bien cada una de las piedras destinadas a la construcción de un edificio. Aplicándose a sí mismo un viejo salmo judío, Jesús pronuncia estas palabras: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora piedra angular.»

Los arquitectos de la sociedad contemporánea desechan hoy la fe como algo perfectamente inútil. ¿No será, sin embargo, ésa precisamente «la piedra angular» que podría fundamentar y rematar la construcción del hombre contemporáneo?

 


 

UN PUEBLO QUE DÉ FRUTOS

 

La parábola de los «viñadores homicidas» es, sin duda, la más dura que Jesús pronunció contra los dirigentes religiosos de su pueblo. No es fácil remontarse hasta el relato original que pudo salir de sus labios, pero probablemente no era muy diferente del que podemos leer hoy en la tradición evangélica.

Los protagonistas de mayor relieve son, sin duda, los labradores encargados de trabajar la viña. Su actuación es siniestra. No se parecen en absoluto al dueño que cuida la viña con solicitud y amor para que no carezca de nada.

No aceptan al único señor al que pertenece la viña. Quieren ser ellos los únicos dueños. Uno tras otro, van eliminando a los siervos que él les envía con paciencia increíble. No respetan ni a su hijo. Cuando llega, lo «echan fuera de la viña» y lo matan. Su única obsesión es «quedarse con la herencia».

¿Qué puede hacer el dueño? Terminar con estos viñadores y entregar su viña a otros «que le entreguen los frutos». La conclusión de Jesús trágica: «Yo os aseguro que a vosotros se os quitará el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos».

A partir de la destrucción de Jerusalén el año setenta, la parábola fue leída como una confirmación de que la Iglesia había tomado el relevo de Israel, pero nunca fue interpretada como si en el «nuevo Israel» estuviera garantizada la fidelidad al dueño de la viña. Jesús no dice que la viña será entregada a la Iglesia o a una nueva institución, sino a «un pueblo que produzca frutos».

El reino de Dios no es de la Iglesia. No pertenece a la Jerarquía. No es propiedad de estos teólogos o de aquellos. Nadie se ha de sentir propietario de su verdad ni de su espíritu. El reino de Dios está en «el pueblo que produce sus frutos» de justicia, compasión y defensa de los últimos.

La mayor tragedia que puede sucederle al cristianismo de hoy y de siempre es que mate la voz de los profetas, que los sacerdotes se sientan dueños de la «viña del Señor» y que, entre todos, echemos al Hijo «fuera», ahogando su Espíritu. Si la Iglesia no responde a las esperanzas que ha puesto en ella su Señor, Dios abrirá nuevos caminos de salvación en pueblos que produzcan frutos.

 


 

LOS FRUTOS DE UN PUEBLO 

A un pueblo que produzca sus frutos. 

 

No es una visión simple la de aquellos que consideran «la propiedad privada, el lucro y el poder» como los pilares en los que se basa la sociedad industrial occidental.

Si analizamos las constantes que estructuran nuestra conducta social veremos que hunden sus raíces casi siempre en el deseo ilimitado de adquirir, lucrar y dominar.

Naturalmente, los frutos amargos de esta conducta son evidentes en nuestros días.

El afán de poseer va configurando normalmente un estilo de hombre insolidario, preocupado casi exclusivamente de sus bienes, indiferente al bien común de la sociedad. No olvidemos que si a la propiedad se la llama privada es precisamente porque se considera al propietario con poder para privar a los demás de su uso o disfrute.

El resultado es una sociedad estructurada en función de los intereses de los más poderosos, y no al servicio de los más necesitados y más «privados» de bienestar.

Por otra parte, el deseo ilimitado de adquirir, conservar y aumentar los propios bienes, va creando un hombre que lucha egoístamente por lo suyo y se organiza para defenderse de los demás.

 Va surgiendo así una sociedad que separa y enfrenta a los individuos empujándolos hacia la rivalidad y la competencia, y no hacia la solidaridad y el mutuo servicio.

En fin, el deseo de poder hace surgir una sociedad asentada sobre la agresividad y la violencia, y donde, con frecuencia, sólo cuenta la ley del más fuerte y poderoso.

No lo olvidemos. En una sociedad se recogen los frutos que se van sembrando en nuestras familias, nuestros centros docentes, nuestras instituciones políticas, nuestras estructuras sociales y nuestras comunidades religiosas.

Eric Fromm se preguntaba con razón: «¿Es cristiano el mundo occidental?». A juzgar por los frutos, la respuesta sería básicamente negativa.

Nuestra sociedad occidental apenas produce «frutos del reino de Dios»: solidaridad, fraternidad, mutuo servicio, justicia a los más desfavorecidos, perdón.

Hoy seguimos escuchando el grito de alerta de Jesús: «El reino de Dios se dará a un pueblo que produzca sus frutos». No es el momento de lamentarse estérilmente. La creación de una sociedad nueva sólo es posible si los estímulos de lucro, poder y dominio son sustituidos por los de la solidaridad y la fraternidad.

 

 

¿COMO ACERTAR? 

 

¿Qué hay que hacer en la vida para acertar? No es fácil responder, pero sin duda es una pregunta vital. ¿Cómo hemos de vivir para que se pueda decir que nuestra vida es un acierto? Nos podemos equivocar en muchas cosas, pero, ¿no habrá algo en que hemos de acertar?

Se suele decir que para llenar una vida es necesario tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Sin embargo, yo conozco a personas que no han hecho ninguna de estas tres cosas y cuya vida me parece un acierto. Y conozco también a personas que han tenido hijos y han escrito libros y cuya vida no parece muy acertada.

Sin duda, hay mucha sabiduría popular en ese dicho, pues, en definitiva, cuando se habla de tener un hijo, plantar un árbol o escribir un libro, se está apuntando a algo fundamental. En la vida se acierta cuando se vive un amor fecundo, capaz de engendrar vida o hacer vivir a los demás. Sólo este amor justifica y llena una vida.

De ahí la dura amenaza que se escucha en el trasfondo de esa parábola de los viñadores que, lejos de entregar los frutos de su trabajo, dan muerte al hijo del dueño. Se les quitará todo para dárselo a otros labradores que «entreguen los frutos a su tiempo». Hay muchas formas de «perder la vida». Basta dedicarse a hacer cada vez más cosas en menos tiempo, creyendo que por el hecho de «hacer cosas» se vive más. Es una equivocación. Por muchas cosas que uno haga, si vive sin amar y sin poner vida en las personas y en el entorno, estará vaciando su vida de su contenido más precioso.

Corre por ahí una reflexión de Luis Espinal, sacerdote jesuita, asesinado en 1980 en Bolivia. Dice así: «Pasan los años y, al mirar atrás, vemos que nuestra vida ha sido estéril. No la hemos pasado haciendo el bien. No hemos mejorado el mundo que nos legaron. No vamos a dejar huella. Hemos sido prudentes y nos hemos cuidado. Pero, ¿para qué? Nuestro único ideal no puede ser llegar a viejos. Estamos ahorrando la vida, por egoísmo, por cobardía. Sería terrible malgastar ese tesoro de amor que Dios nos ha dado.»

Recuerdo que, al morir Juan XXIII, aquel Papa bueno que introdujo en la iglesia y en el mundo un aire nuevo de esperanza, de bondad y de convivencia pacífica, el cardenal Suenens pudo decir que «dejaba el mundo más habitable que cuando él llegó». De Jesús quedó este recuerdo: «Pasó toda la vida haciendo el bien.» A alguno le parecerá tal vez poco. Para el cristiano es el mejor criterio para vivir con acierto

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